Las Deficiencias del
Discurso Progre del Analfabetismo
Funcional
“[S]ólo 8% de los chilenos con educación superior
terminada comprenden completamente lo que leen” (p. 15, Se Acabó el Recreo)
“Haré lo posible por minimizar la
jerga de los politólogos, una de las más terroríficas que me ha tocado
enfrentar. La primera vez que leí uno de estos textos, no entendí absolutamente
nada.” (Se acabó el Recreo, pp.
115-116)
Si usted pone atención a lo que escribe
y expresa Mario Waissbluth, el coordinador de Educación
2020, se encontrará con que enfatiza constantemente la idea de que un
80% de las personas no entienden lo que leen. Según estas cifras, un 80% de la
población estaría limitada en sus recursos cognitivos para poder desempeñarse
adecuadamente en la sociedad. Serían analfabetos funcionales. Pura pirotecnia
tecnocrática.
El analfabetismo funcional,
entendido en los datos en que se basa Waissbluth, corresponde a una medida de
alfabetización con miras a los supuestos desafíos de una sociedad del
conocimiento. En ella, alfabetización se define como comprender, evaluar, usar, e involucrarse con textos escritos para
participar en la sociedad, para cumplir metas propias, y para desarrollar el
conocimiento y potencial propio. De acuerdo a los datos, sólo un 20% de los
chilenos estaría alfabetizado funcionalmente.
El problema con aceptar estas
cifras es el mismo que los tecnócratas diversos tienen: aceptar el “dato
duro” sin reconocer su naturaleza
ideológica. Por cierto, en estas cifras esta naturaleza se expresa de diversas
formas. La primera es respecto a la certeza de que exista realmente una
sociedad del conocimiento en Chile. Al crear el relato de que en Chile el
conocimiento tiene un impacto productivo tal que transforma el sentido de
funcionalidad social se establece una imagen alejada de la realidad. No hay que
negar que los “datos duros” indiquen una creciente tendencia al uso productivo
del conocimiento, pero el impacto económico de ello ha sido aprovechado principalmente
por el mercado financiero en la entrega de credenciales educativas y productos
inmateriales. Es decir, sociedad del conocimiento no hay en Chile.
Asimismo, la idea de las
diferencias en comprensión lectora se asume como las causales de la falta de
competitividad de la ‘mano de obra,’ de los profesionales Chilenos. Ello
permite instalar y perpetuar el discurso que aboga por más y más credencialismo
profesional, con las consecuencias que tiene en los requerimientos para la
contratación de personal ilustrado o altamente educado en una economía
que aun no se sostiene sobre la base del conocimiento, como lo es la
chilena.
El lenguaje es una adaptación
evolutiva que es funcional a la colaboración colectiva. Ambos procesos,
práctica colectiva y lenguaje, se potencian para dar lugar a las actividades
cognitivas que caracterizan al ser humano. Ello implica que el alfabetismo es
sólo funcional en la medida que esté presente en una práctica social colaborativa.
La comprensión de un lenguaje es por lo tanto una función de la participación
en esa práctica colectiva. Sin acceso a la práctica colectiva es muy difícil
que una persona pueda comprender el lenguaje que allí se habla. Cuando se usa la
idea de la comprensión lectora para justificar políticas de calidad educativa y
competitividad laboral, se pone el énfasis en algo que no se puede lograr a no
ser que se igualen las experiencias que permiten la acción colectiva.
Sobre la Figura del Autor y su Supuesta Neutralidad Ideológica
Mario Waissbluth es una figura
relevante para el establishment
político de hoy en día en Chile. Desde el comienzo de su liderazgo en el
movimiento de lobby Educación
2020, ha sido considerado una autoridad en materia de política educacional,
un referente al cuál dirigirse para discutir proyectos de ley o simplemente un
orador puntudo que permite exhibir con elocuencia los indicadores de
desigualdad educativa y así atribuirle un carácter de urgente a los cambios. En
cierto sentido, Waissbluth ha sido construido mediáticamente como un cómodo
artífice para una reforma educativa, particularmente urgente para una clase
política que en educación improvisa todo después de la Revolución Pingüina el
2006. Para ello, Waissbluth ha logrado movilizar un no menor capital de
contactos entre políticos, empresarios, financistas, y medios de comunicación,
permitiéndole una tribuna abierta a un discurso que, según él, busca eliminar
las “trincheras ideológicas” desde las cuáles se estarían dando los argumentos
de política educativa. Además de la productiva agenda diaria y centro de
recursos informativos que ha logrado instalar desde Educación 2020, Waissbluth
ha escrito un libro que ya lleva tres ediciones: Se Acabó el Recreo: La Desigualdad en Educación, desde donde nos
muestra toda su artillería retórica.
El libro de Waissbluth es un
llamado panfletario de urgencia desde el sector que él mismo denomina, en forma
de caricatura, “Reformistán Urgente”: una especie de término medio entre
ideologías (o coaliciones ideológicas) de derecha e izquierda en educación,
pero con un sentido de inmediatez reformista. A lo largo del escrito,
Waissbluth busca una suerte de ‘absolución ideológica,’ basado en la descripción
de la composición plural del directorio y adherentes de Educación 2020 y en sus
propios aprendizajes de vida que lo han llevado, en sus palabras, a tener una
mayor disposición de diálogo. Waissbluth es hábil para hacer ver al lector que
existe un proyecto de país mayor a las ideologías de “Zurdistán” y
“Derechistán”, e invita al lector a sumarse a la complejidad de un compromiso
de reforma sistémico. Por ejemplo, dice:
“La orientación ideologizada de
la propia investigación educativa, la lucha por o contra los vouchers (es decir, los sistemas de
aporte del Estado por la educación de cada niño en colegios privados), las
connotaciones de libertad religiosa, y el manejo confuso de los datos por parte
por parte de los propios gobiernos, parece ser, al menos en Occidente, la
norma, no la excepción. En lugar de dialogar como hacer que las escuelas
funcionen mejor y los niños aprendan más, se suele caer en barricadas
intelectuales.” (Waissbluth, 2010, p. 47)
Sin embargo, Waissbluth no
menciona cuál es el significado de que las escuelas funcionen ‘mejor’ y qué es
que deben los niños aprender ‘más’. Se olvida Waissbluth, o lo ignora, que
calificativos como ‘mejor’ y cuantificadores relativos como ‘más’ tienen en su
base misma una posición ideológica. El lector queda esperando esa posición, que
no llega sino hasta el final del libro, cuando el autor se reconoce como un
“socialdemócrata ortodoxo” (lo que sea que eso signifique). Antes de ello se
explicita una definición ‘pobre, pero honrada’ de ‘calidad de la educación’:
“Así, nuestra propuesta (…) sobre
calidad en la educación, es que todos los niños logren un estándar adecuado de
lectoescritura y aritmética, de habilidad para plantearse y resolver un
problema, de aprender a aprender, del importantísimo ‘rigor de hacer las cosas
bien’, de no aceptar conocimientos acríticamente y sin explicaciones de fondo,
de confianza en sí mismos, y de principios esenciales de trabajo en equipo,
solidaridad, respeto por los derechos de los demás, y ejercicio de la
democracia. Es decir, aprender a convivir.” (p. 76)
Un ejercicio deconstructivo, típico
de nuestra academia postmoderna, sobre la oración propuesta como definición de
calidad desnudaría inmediatamente lo vago de ésta, tanto en términos
conceptuales como operacionales. En el fondo, es una declaración de sentido
común, muy al estilo de ‘no quedar mal con nadie’ que se dibuja desde la
caricatura de Reformistán.
Se Acabó el Recreo no es un tratado intelectualmente rico en cuanto
a educación, sus sentidos y sus definiciones filosóficas, su relación con el
aprendizaje, la pedagogía y la definición de calidad. Académicamente es más
bien pobre en contenidos conceptuales educativos, aunque hace referencia a
estudios clave para entender las políticas en la educación chilena en las
últimas décadas. Waissbluth confiesa, a
modo de introducción, que no tiene simpatía por cierta forma de hablar entre
los especialistas disciplinarios, que ponen en sofisticado cuestiones que serían
simples. Quizá en ese ataque al conocimiento disciplinar reside su opción de
ignorar la abundante literatura conceptual con la que se nutren los diseños y las
conclusiones de los estudios que se transforman en las cifras educativas. Así
pues, en el libro abundan cifras, que son aceptadas sin mayores reparos
conceptuales o metodológicos, o usualmente mediante una disculpa que se cierra
a un juicio crítico sobre su uso. Waissbluth también hace repetidas referencias
a la idea de que existen países “avanzados,” reflejando la misma jerga
arribista a la que nos han acostumbrado tanto los políticos, y que nos acorrala
a pensar Chile y su organización educativa en términos de competencia con otros
países, y no en términos de colaboración entre individuos libres.
Pero quizás el elemento central
que arma el relato de la reforma urgente que pide Waissbluth, y por añadidura Educación 2020, es el resultado de la
encuesta SIALS (Second International
Adult Literacy Survey), que indicaría que un alto porcentaje de los
egresados de enseñanza media no entiende lo que lee: un fenómeno de analfabetismo funcional. En eso me
enfoco en la siguiente sección de este ensayo crítico.
Respecto al Aprendizaje y el Analfabetismo Funcional
Quienes
has estudiado la sola idea del aprendizaje han alcanzado un consenso respecto a
la complejidad conceptual que implica decir que un aprendizaje puede “medirse.”
Más bien, la literatura indica que el aprendizaje puede ser juzgado de acuerdo
con diferentes perspectivas teóricas, dentro de las cuáles el constructivismo
ha sido la que más se extiende entre las escuelas de pedagogía y estudios
socioculturales. Sin embargo, con fuerza también se instala la idea del
cognitivismo como perspectiva interpretativa, particularmente con el auge de
las ciencias cognitivas en las últimas décadas. Entre ambas visiones del mundo
no existe un conflicto intelectual, sino más bien un proceso de cooperación en
el que la comprensión de ambas permite un mayor abordaje a la comprensión holística
del proceso de aprendizaje.
Sin
embargo Waissbluth se da el lujo de despacharse este tipo de citas
[Respecto al SIMCE] “… En esta
gráfica, un Índice de Vulnerabilidad Escolar de uno significa que todos los
niños de esa escuela son socialmente vulnerables. Un índice de cero significa
que ninguno lo es. Cada punto de los diez mil del diagrama es una escuela,
ubicada según su vulnerabilidad y resultados del SIMCE de lenguaje de 2º Medio.
Como es de esperar, la nube tiene una marcada tendencia al descenso. A mayor
vulnerabilidad, menor aprendizaje.” (p. 96)
La razón de esta verborrea
ideológica es comprensible dentro del discurso de Waissbluth, que es crear las
condiciones de urgencia en la palestra pública. Sin embargo, mantienen ese aire
de élite que desprecia todo lo que venga de un mundo popular al cual hay que ‘domar,’
o, en el caso educativo ‘entrenar’ en lo que significa la alta cultura de esa
élite, acostumbrada a producir el conocimiento y la cultura. El aprendizaje no
ocurre en el vacío, ocurre en contextos sociales y culturales y en base a
prácticas sociales y culturales. La mayor vulnerabilidad NO significa menor
aprendizaje. Significa menor aprendizaje respecto a algo que se instala como
norma y cuya aceptación permite el acceso a recursos capitales: económicos, culturales,
y sociales. En este caso, la norma la dicta la élite, y si alguien no la
cumple, Waissbluth dice que no aprende. Ideología pura.
El aprendizaje corresponde a mucho
más que las medidas en pruebas estandarizadas. Me atrevería a decir que las
pruebas como el SIMCE ni siquiera son un proxy para hablar de que el
aprendizaje se puede medir. Lo que si entregan son ciertos patrones que evidencian
la existencia de prácticas sociales a las cuales los estudiantes más
vulnerables no acceden, mientras que los menos vulnerables sí lo hacen. Las
razones para que ese acceso no ocurra pueden buscarse en la experiencia
educativa, pero es difícil que se encuentren allí. El aprendizaje requiere de
una vinculación cognitiva con una experiencia material, social y cultural, por
lo tanto, es irreal que no exista. Siempre existe aprendizaje cuando hay
interacciones humanas. Lo que no siempre existe es consenso sobre cuáles son
las experiencias sociales que se requieren para que ese aprendizaje permita un lenguaje
común en la sociedad. Los consensos son necesariamente políticos, y por tanto,
un campo de disputas ideológicas y de fuerza. Eso hace que al hablar de “mejorar”
la educación y aprendizaje, uno seleccione qué es lo que se valora y cómo se
nota que esa mejora existe de acuerdo a esos valores. No existe mejora en la
educación en el vacío, como tampoco aprendizaje en el vacío.
Waissbluth minimiza la contribución
teórica de Bourdieu para describir el capital cultural y lo pone en términos de
oposición de contextos de países industrializados versus Latinoamericanos:
“Cuando Bourdieau y Clerc
hicieron sus estudios, los títulos secundarios y universitarios eran, por lo
general, documentos valiosos. Pero hoy, nadie ha demostrado aún el impacto del
capital cultural de egresados universitarios que no comprenden bien lo que leen
en la formación de sus hijos, y eso es lo que está comenzando a ocurrir en
America Latina. Tampoco existían en Francia los niveles de analfabetismo
funcional propios de America Latina, lo cual hace que cualquier conclusión
sobre educación extraída de estudios de países industrializados deba verse, al
menos, con cierta reserva.”(p. 75)
En una de las definiciones de Bourdieu,
el capital, social, económico o cultural, es tal en cuanto pueda ser
intercambiado entre sus distintas formas. Ello deja de lado la implicancia de
que no exista capital cultural, sino que en el contexto de situaciones de
vulnerabilidad, el capital cultural de quiénes no gozan de la misma experiencia
de la élite no puede ser intercambiado con facilidad por capital económico. Eso
es lo que está ocurriendo en Chile: los ricos cambian el capital económico que
ya tienen por obtener capital social exclusivo, mientras los pobres proyectan
su ganancia en capital cultural para acceder al capital económico, y se
endeudan. Pero los pobres no llegan como vasijas vacías a adquirir la “alta
cultura” que la élite chorrea en sus universidades, sino que llegan con
experiencias materiales, sociales y culturales que escapan a la norma de la
élite. Las universidades no “corrigen” eso a menos que realicen una pedagogía
integradora de las experiencias valiosas para la élite. Pero eso no implica que
los pobres salgan como analfabetos funcionales, sino que se entremezclan sus
experiencias para crear otros tipos de alfabetismos, unos que difícilmente
podrían ser reproducidos por la élite, pero que son funcionales a las
experiencias de quienes son juzgados con las pruebas de la calidad. Más aun
hoy, con la extensión en el acceso de las tecnologías de información, son esos
juzgados como “analfabetos funcionales” los que se encuentran produciendo
cultura, una que escapa a las normas de los “alfabetos funcionales” de la
élite. Eso es tremendamente peligroso para quiénes se han acostumbrado a
escribir sin que el 80% de la población los entienda.
Lo que se juega en la
alfabetización es la construcción unilateral de significados. Los significados
escapan a la normatividad definicional que llega desde diccionarios o desde
quienes buscan instalar sus producciones culturales como la norma. Los
significados se construyen con la experiencia, y por lo tanto un pasaje escrito
puede interpretarse y reinterpretarse de distintas formas en su comprensión. Cuando
se emanan juicios de valor para categorizar personas, como la idea de que
existen analfabetos funcionales, lo que se
nos dice es que existe una norma de significados, y por lo tanto una norma de
experiencias que deben cumplirse. Pero lo cierto es que una persona no funciona
mejor o peor en la sociedad por interpretar los significados de la forma en que
la élite quiere. Allí reside lo central del discurso de Waissbluth: él, un
miembro de la élite, llama al 80% de las personas analfabetos funcionales,
basados en una definición de alfabetismo, y no en un análisis crítico de la
vinculación social de las personas con los significados.
La idea de los significados se
expresa en Waissbluth con el término asociado de semántica (que es en sí el
estudio de los significados)
“Por cierto, aritmética,
lectoescritura, computación o inglés, en un cierto sentido, son capacidades
semánticas muy similares, expresadas en lenguajes diferentes. Es raro saber de
una escuela cuyos alumnos mejoren su comprensión de lectura, y que no mejoren
al mismo tiempo su comprensión matemática.” (pp. 77-78)
El problema es, nuevamente, la
reducción de la semántica a la comprensión de textos como mecanismo causal de la
significación de experiencias en otros ámbitos de la vida. Esa reducción,
típica del pensamiento tecnocrático, es peligrosa por cuanto no incluye
visiones holísticas de los procesos de creación de significado que ocurren en
las escuelas, cuando niños llegan con un capital cultural diferente, y que
toman el riesgo de cambiarlo por el capital cultural academicista que instala
la élite mediante el sistema educativo. Si lo hacen, son recompensados por el
sistema. Si no lo hacen, son clasificados como fallas del sistema. Tal cual
como el 80% de analfabetos funcionales.
Como en
una especie de conclusión de un juego dialéctico Hegeliano, Waissbluth nos
exhorta a no tomar partido por la tesis o la antítesis ideológica extremada por
‘Zurdistanos’ y ‘Derechistanos’ (las caricaturas políticas que nos presenta
como extremos), sino por la síntesis, aunque esta no signifique nada más que el
eslogan de especulación del futuro, basado en el analfabetismo funcional acá
criticado:
“Todos los integrantes de las
coaliciones (…) son y somos fruto de la propia historia y circunstancias. Aquí
no se trata de la guerra de los ‘buenos’ contra los ‘malos’. Por el contrario,
mientras mayor sea la velocidad con que logremos derribar las trincheras y
barricadas ideológicas entre una y otra coalición, más rápido lograremos
rescatar a jóvenes que tienen el futuro comprometido por su analfabetismo
funcional.” (p. 123)
Libro: Waissbluth, M. (2010) Se Acabó el Recreo: La Desigualdad en la Educación. Santiago de Chile: Debate.
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