miércoles, 19 de octubre de 2011

Evaluar Profesores


Existe cierta tendencia a juzgar negativamente al profesorado chileno por cuanto critican el sistema de evaluación docente. En particular, los juicios negativos recaen sobre el liderazgo actual del gremio, cuyos desaciertos comunicacionales contribuyen a formar una imagen negativa de la actitud de las y los profesores en Chile hacia la evaluación docente. Lo que le cuento acá es que la lógica por la cual se cuestiona la evaluación docente no tiene nada que ver con que los profesores se nieguen a ser evaluados. Es más, la historia del Colegio de Profesores muestra que fue este cuerpo colegiado, en procesos participativos, el que impulsó la creación de instrumentos de evaluación docente de carácter formativo, y que en su centro tengan el desarrollo de una carrera profesional.  Por lo tanto, es falso que los profesores se nieguen a ser evaluados.
Sin embargo, lo que si existe es una crítica al proceso de evaluación y su diseño, en particular porque a pesar de su intención inicial, y lo que los profesores proponían, la evaluación docente no se instala como un proceso formativo, y se transforma crecientemente en una herramienta punitiva. El peligro de ello es que se crea artificialmente un enemigo de la educación –el(la) profesor(a)-, y se desvirtúa la discusión altamente compleja de la evaluación hacia mecanismos simplistas que implican purgas gremiales más que mejoramiento educativo, todo ello financiado por el Estado.
Hay que partir diciendo que el proceso de evaluación docente es un intento de imponer una cierta normatividad para la actividad profesional de profesores y profesoras. Esta normatividad tenía en su seno la necesidad de contar con mecanismos adecuados para una carrera profesional, a la vez que instalar capacidades colectivas para enfrentar problemas de calidad académica mediante el uso de conocimientos pedagógicos en contexto. Esta normatividad quedó establecida mediante la discusión técnica de un documento de estándares – El Marco para la Buena Enseñanza-, que se enfoca en aspectos técnicos de la enseñanza, y no indica mucha información respecto a los procesos de decisión pedagógica que se relacionan con los diversos entornos o contextos educativos.
Lo segundo es que la normatividad que se le entrega a la profesión mediante la evaluación docente implica ciertos compromisos ideológicos y valóricos que se obvian al enfatizar la implementación técnica. Ello reduce la riqueza de la información con que se juzga la instrucción y la enfoca en normar  procedimientos más que en aplicar principios pedagógicos a contextos de enseñanza y aprendizaje. A su vez, se oculta la discusión sobre los propósitos generales de educar a sectores sociales particulares, y asume como un supuesto inamovible la implementación curricular academicista. Ello repercute en que el juicio docente sea crecientemente sujeto a una especie de manual de docencia, y no dependiente de los principios para el diseño pedagógico que son parte de la formación profesional.
Lo tercero: asumiendo que podríamos estar de acuerdo en la normatividad profesional y sus formas, la asociación mecánica entre evaluación y ‘mejora’ en el desempeño profesional es una pregunta abierta que los investigadores en educación aún no han resuelto. Uno de los argumentos con que los profesores impulsaron la evaluación docente fue la condición de que su carácter fuera formativo. Una evaluación formativa se enfoca en entender cuáles son los significados que se le atribuyen a ciertas prácticas, con el fin de preparar y diseñar sistemas de apoyo que guíen esas prácticas hacia cierta (aceptada) normatividad. De forma diferente, una evaluación sumativa se preocupa de juzgar ‘cuánto’ sabe una persona en base a ciertos criterios de desempeño. Muchas veces (sino todas) esos juicios permiten decidir si alguien adquiere o no ciertas credenciales, o si se le permite el acceso a ciertos recursos. Un ejemplo de evaluación sumativa es la Prueba de Selección Universitaria. Si en el camino de una evaluación formativa se ofrecen incentivos individuales, la evaluación pierde su carácter formativo y se transforma en una competencia. La competencia disminuye la colaboración, y por tanto reduce la capacidad de formación profesional mediante interacción constante con pares más experimentados. Eso es lo que hicieron con la evaluación docente.
Por último, la importancia de la evaluación docente ha sido instalada políticamente como un proceso de políticas públicas y economía. Ese cierre disciplinar ha significado una reducción de la comprensión de los procesos pedagógicos del aula a nivel público, aun cuando la inmensa cantidad de información obtenida, que incluye horas y horas de grabaciones de profesores haciendo clases, se ha usado con fines de investigación. Ese mismo cierre disciplinar es el que asume que el conjunto del aprendizaje de niños, niñas y jóvenes en las escuelas puede ser juzgado con pruebas estandarizadas. La calidad, entonces, se reduce a un número. Sin embargo, la investigación indica que hay muchas dimensiones de la calidad educativa que no pueden reflejarse en lo que indica ya sea un número o un clasificador limitado.
En suma, que los docentes no quieran evaluación es falso. Es una ficción planteada por los políticos y seguida con facilismo por muchos que llegan y se lanzan a denostar al gremio y la profesión, particularmente en la prensa tradicional. Son también presa de ese facilismo los que confían en la reducción tecnocrática de los procesos pedagógicos, y por tanto llegan y se lanzan a criticar a los profesores a partir de los resultados del SIMCE y la misma evaluación docente. Solo para aclarar: son los docentes los más interesados en normar su profesión para la calidad y con fines de tener una carrera profesional digna y colaborativa. Las críticas a la evaluación docente no son un mero arrebato, son un proceso complejo de elaboración, del cual los profesores y profesoras de Chile tienen mucho que decir y aportar. Sería bueno escucharlos y considerarlos en vez de atacarlos y denostarlos.

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