jueves, 17 de febrero de 2011

La Necesidad de la Moral en el Espacio Público


El sentido del ridículo es un fuerte represor de ciertas conductas individuales, particularmente cuando se tiene noción de que las relaciones con otros son importantes. El miedo a perder relaciones sociales tiene claros tintes de pérdida de acceso a recursos, a la vez que a otras pérdidas también, particularmente en el plano afectivo. Ese miedo nos lleva a considerar el espacio público como algo importante, no necesariamente porque hay consecuencias relacionadas directamente con el acceso a recursos, sino porque somos y existimos socialmente.

La influencia del pensamiento liberal, ligado a los cambios en los patrones de vida y producción de nuestras sociedades, han transformado la moral y nuestros miedos en repositorios cargados de alienantes metáforas que claman la pérdida de la libertad como oposición a la historicidad del respeto a los valores comunitarios, y por tanto públicos. Cuestionan instituciones sociales (ej. el matrimonio, la familia, la religión, el machismo, el lenguage) no siempre por su acumulación histórica y su posibilidad de resolución dialéctica, sino por su carácter de conservadoras y coercitivas de la libertad individual. Un ejemplo claro son las referencias a las "dictaduras morales," cuestión que se le achaca a cualquier decisión que "tenga olor" a conservador, a juicio de quien la expresa.
Al momento de establecer marcos de acción para defender libertades individuales en el plano material, el liberalismo recurre a las instituciones tradicionales, particularmente al Estado y su organización legal y coercitiva. Definen, entonces, las ideas de libertad en base a sus influencias en el aparato estatal, al mismo tiempo que enfatizan que el origen de la conciencia de las personas respecto a la libertad es un producto biológico, integrado jurídicamente de forma objetiva al establecerse como declaración legal. En esa posición hay un peligro, que es el no reconocimiento de la historicidad de las instituciones y su valor como forjadores de conciencia y de moral, y por cierto la sobreestimación del actuar de las personas como individuos por sobre las bases materiales que componen su experiencia. Invariablemente los forjadores del pensamiento liberal, al ser hijos de su tiempo, pueden haber tenido experiencias en que, por ejemplo, los esclavos no fuesen reconocidos en sus libertades como seres humanos (y por tanto privados de su dignidad como tales), sino en función de las libertades de sus dueños. Ello no le quita valor al reconocimiento de las libertades individuales, pero si permite mirar históricamente el sitial de beneficios sobre el cual se clama la libertad y sus definiciones jurídicas. Permite, también, entender que las relaciones sociales y sus instituciones vienen cargadas de historias que crean una barrera para aceptar el pensamiento liberal sin ninguna concesión.
Las instituciones sociales son eso: construcciones sociales, de carácter histórico y con una capacidad formidable de reproducción mediante la experiencia impuesta sobre las personas por otras personas en un agregado social. No son algo intrínseco definido malignamente desde una verdad racional (o racionalista), ni menos una imposición sobre las personas con el fin de coartar sus libertades. Son un conjunto hábitos que se reproducen en los individuos mediante mecanismos culturales y cognitivos, que muchas veces sobrepasan a la capacidad de las instituciones jurídicas y coercitivas como el Estado.
No trato de decir que no creo en las libertades individuales, pero si dejar claro que éstas no se pueden definir jurídicamente y a partir de allí clamar éxito en la eliminación de las "dictaduras morales". Se requiere mirar el todo social y sus categorías, y allí es donde predomina un conflicto que si bien parece un juego teórico, puede tener serias consecuencias para la comprensión filosófica tanto del liberalismo como de otras formas de entender lo social.
Cuando las teorías o las ideas se transforman en un objeto de teorización en sí mismas, se complejiza el entendimiento de la filosofía, lo que lleva a quién quiera transformar un problema de este tipo (teórico/filosófico) en un problema social (y por tanto materialmente visible) a usar marcos de referencia que tengan alguna resonancia con un todo social, con alguna forma semiótica compartida por muchas personas, y no solo por quien intenciona la idea y su grupo social. La contradicción es que para hacer eso no hay otra manera de actuar que recurrir a los mismos marcos que impone la tradición, limitando el campo de comprensión de la filosofía completa, pero a su vez estableciendo una vocación de masividad de ésta. O sea,buscando la imposición de una forma de pensar sobre algún tema. De allí que las proclamas y/o demandas tan asociadas con el liberalismo actual, como la legalización del consumo de drogas, o de matrimonio homosexual, o incluso la negación de los afectos en favor de la elección del placer sexual individual, tenga tanto asidero en un grupo social característico (digamos, el liberal-progre educado), y tenga tantas dificultades para entrar en el cúmulo de significados que se le otorgan a esas demandas en los hábitos de los sectores tradicionales. Solo es posible que esas demandas fluyan como sentido común hacia los sectores tradicionales cuando se ha construído más sólidamente como un elemento que puede ser consentido como valor, o como forma de consumo mercantil (la elección de la identidad o la justificación de la diferencia) y por lo tanto transformado en hábito. Ello requiere que cambie, por ejemplo, la capacidad de consumo de las personas que conforman el sector social, y por tanto que ese sector adquiera una una forma de poder que permita contrarrestar la moral que les circunda.
Falla entonces el liberalismo. Inicia en el análisis del problema como un rechazo a las generalizaciones sociales y sus instituciones como formas de intromisión (moral) en el derecho del individuo a ser libre, a la vez que para transformar esa filosofía en realidad social debe recurrir a las narrativas tradicionales que justamente marcan la moral del individuo, y por tanto lo limitan en su libertad al imponerle obligaciones sociales.
Quiero establecer acá que la moral no es necesariamente un enemigo, sino que es simplemente una condición subjetiva de los grupos sociales, de las clases si se quiere, que marca las normas de interacción entre las personas que se aglutinan en ellas. ¿Es eso malo per para una sociedad? No lo creo así, pues la moral en ese sentido representa un recurso, una forma de acceder a recursos, y una forma de respeto hacia la historia detrás de una comunidad. Es, entonces, la condición que permite el control del grupo por sobre la acción individual, y por lo tanto una forma valiosa de reproductividad para el grupo, y un aglutinador de afectos basados en la empatía. También es una categoría dialéctica, algo que permite ser negociado dada la naturaleza dinámica de nuestras relaciones, pero siempre en una negociación social, pues la moral es eso: la expresión de relaciones sociales.
Tal vez es allí, en la definición de las consecuencias de la moral, donde emerge la diferencia con el análisis liberal. Partir de la totalidad social transforma al individuo, al menos en el análisis, en representante de una categoría social cuya voluntad es suprimida, estableciéndose una moral determinada y características determinadas. Pero esto no es necesariamente cierto, pues la epistemología que le da valor al ser humano como creador (que está detrás de la ideología liberal) es la misma que le da valor a la utilización de modelos o analogías, metáforas si se quiere, para entender mejor nuestra propia historia y realidad social como un todo.
Allí es donde es necesario observar el comportamiento de la totalidad social e inferir, a partir de los patrones que se representan en categorías o clases sociales, las posibilidades de los individuos de representar una forma particular de persona (una identidad), con un hábito particular. Cuando se hace aquello, se evidencian materialmente los patrones (hábitos y valores) que marcan las diferencias filosóficas asociadas a las clases sociales. Y allí, de sobremanera, se entiende que aquello de las libertades individuales sólo tiene un asidero material cuando se refiere a quiénes han resuelto problemas que están lejos de la carencia: lo que se llama la élite. Ello, en ningún caso, implica que no haya representantes de una categoría social que escapen a la descripción de la que los encasilla en este análisis. Es justamente esa forma de visualización estadística la que le otorga dinamismo a los cambios sociales, lo que permite visibilizar la negociación de los individuos con la moral de su entorno y nos otorga esperanzas de que los cambios sociales son posibles. Hay que tener en cuenta que las propiedades de un agregado no pueden ser derivadas solamente a partir de las propiedades de una entidad individual, sino que siempre son propiedades del agregado. Ello explica que un individuo por sí solo no pueda materialmente instalar una iniciativa propia, sino que las iniciativas individuales tienen que ser convertidas en un proceso social mediante su reconocimiento público como hábito. Eso es una condición previa a la transformación de los entornos, y cuando ello ocurre no es que hayan héroes o individuos que pueden escribir la historia a partir de sus motivaciones, sino que es la historia que se hace visible, la acumulación de las experiencias que representan un todo social, un hábito dispuesto a enfrentar a la moral que lo circunda.
Por último, establecer derechos y obligaciones en el ámbito político resulta vacío si no se lo hace en el ámbito moral, de las relaciones sociales, pues éstas son intrínsecamente lo público. Ejemplos cotidianos de cómo se contradice la definición liberal y la moral hay muchísimos. Un pasquín liberalse empecina en tratar a las mujeres como objetos al mismo tiempo que defiende su derecho al aborto; otras personas liberales se preocupan de no ser irrespetuosos con sus subordinados (porque son seres humanos), pero los llaman con diminutivos como si eso no fuese una forma de establecer una relación irrespetuosa; otros/as heterosexuales casados/as incluso pueden defender el matrimonio homosexual, y al mismo tiempo ponerle el gorro a sus esposas/os sin ningún sentimiento de culpa mediante,favorecidos con la mediatización o visibilización positiva de ese comportamiento, y empapados con el discurso de la libertad individual.
Por ello, el establecer derechos y obligaciones mediante normativas que no incluyan a la moral, y por tanto la imposición de otros sobre el actuar del individuo con su libertad a cuestas, representa una contradicción que no se resuelve necesariamente con el deseo de la libre expresión. La negación de la moral desvincula al individuo de los afectos, lo aliena del grupo que lo ha formado en su experiencia, lo privatiza. Si el liberalismo proclama que alguien no puede decirle a otra persona que lo que hace está mal, eso necesariamente cambia el comportamiento de las personas y sus relaciones con el entorno. No basta entonces con el marco de libertades, es necesaria una moral de libertades en que no todo comportamiento sea bueno ni aplaudido porque alguien tiene la libertad jurídica (intrínseca) de poder ejecutarlo. Sin una norma social que se imponga sobre lo jurídico, evidentemente lo que se impone es el relativismo moral, se impone la privatización de la vida social, y el espacio público entra en una lenta agonía, como lo vemos pasar ahora.

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