domingo, 2 de enero de 2011

Desarmando al Liberal-Progre y el "cambio de conversación"

Ser “liberal-progre” en Chile es ser de la élite. Ideológicamente y también materialmente. Ideología y entorno cultural/material están directamente relacionados, pero a menudo esa relación es negada por los liberales-progre en favor de una forma de visualización del entorno cultural y material que es producto de las decisiones individuales de colectivizarse. Es así como organizarse socialmente es visto como un placer, como una forma de fetiche jurídico que construye un espacio público en el que los individuos realizan sus sentido por medio de las causas comunes.
El problema que esa visión liberal-progre tiene respecto a la organización social es el mismo que describía hace un tiempo cuando contrastaba a los ‘rabiosos’ y ‘culposos’ que protestaban en el marco del conflicto ambiental de Punta de Choros. En el fondo es la trampa del “chorreo” elitista de los valores liberales, que se encauzan y desarrollan en condiciones materiales diferentes a las de quienes no gozan del lujo o fortuna de jugar con las ideas que alimentan el alma no tradicionalista de la política criolla: el alma progre. Los espectadores del show liberal-progre se enfrentan a la desintegración de la familia y los vínculos sociales no solo a causa de las formas de explotación y segregación del trabajo y la ciudad (promovida por la élite tradicional), sino también porque esos vínculos sociales básicos, la familia, la pareja, el vecindario, son vistos por los liberales como la realización y la opción del individuo. Un lúcido y entretenido ejemplo de este argumento es la historia de Chilevisión y su influencia para formar la hegemonía liberal-progre en Chile.
El discurso liberal-progre en sí mismo, en su forma elitista, en sus círculos de influencia, demuestra que ya el problema político de hoy no puede limitarse a la visión de derechas versus izquierdas. Esas categorías crecientemente representan solamente diferencias de identidad, testimonio, y símbolos, pero cada vez son más limitadas para entender la política como diferencias ideológicas, como diferencias en conciencia producto de condiciones materiales. Y es allí donde surge la organización social como necesidad en oposición a la organización social como un placer. El discurso liberal-progre crea una metanarrativa del individuo como agente de cambio, como generador de organización por opción, y de creación de poder por mérito. Desvincula al individuo de su entorno cultural, de sus condiciones materiales, lo iguala jurídicamente en términos de deberes y derechos, y lo culpa por no actuar como el individuo ideal(izado): el ciudadano.
Disminuir el rol del individuo como componente central de la asociación colectiva es inadecuado, pero exacerbarlo al punto de que sea sólo una opción personal es irreal e incorrectamente idealizado. La acción individual, así como la misma identidad, es en efecto un producto de las organizaciones colectivas, no solo en términos políticos, sino principalmente culturales y sociales. Son nuestros vínculos afectivos primarios los que determinan en gran parte el marco valórico de nuestras acciones como individuos organizados, nuestra moral. Son las condiciones materiales las que limitan nuestro campo de acción, pero también las que ofrecen los recursos para la acción colectiva. Son las instancias colectivas, con sus artefactos y las interacciones entre sus miembros experimentados y los no tanto, las que reproducen las comunidades que adquieren sentido cultural y político. Y es por ello que organizarse es una necesidad, porque ofrece un marco de acción, una identidad, una práctica y oportunidades de aprender. Cuando se exalta el efecto coercitivo de lo social, se niega la naturaleza misma de la colectividad, que es efectivamente reproducirse mediante normas que deben ser transmitidas a quienes se incorporan en ella. Cuando se exalta o idealiza la capacidad individual de organizarse como opción (como placer/fetiche), se pierde la perspectiva de que lo social es una constante negociación entre lo que internalizamos de nuestro entorno cultural y lo que idealizamos como naturaleza del individuo, el “deber ser” social. Pareciera que para los liberales-progre el “deber ser” es un “no deber ser” en lo absoluto, y es por ello que niegan de lo colectivo, no porque no reconozcan su existencia, sino porque reducen lo colectivo a una decisión individual.
Esa forma ideológica liberal-progre no puede ser sino producto de una desconsideración de las condiciones materiales en que los individuos (idealizados) participan diariamente. Es la lucha por la consagración jurídica, y por tanto abstracta, de que “todos somos iguales en derecho” y por tanto el mérito es el que nos forja en nuestras capacidades políticas colectivas. Pero a su vez, es una ideología que promueve un relativismo moral e identitario que se expresa individualmente como estética y comportamiento carente de vínculos afectivos duraderos, pero que sigue cayendo en una de las categorías de disputa básicamente inter-burguesas, elitistas. Por ello, es un pensamiento de clase, básicamente de clase dominante.
Por mientras, el “deber ser” popular, del “poblador” al que se le niegan sus condiciones materiales para considerarlo igual al “ciudadano” liberal e idealizado mediante dispositivos jurídicos, seguirá siendo visto con desdén desde el mundo liberal-progre. Es el poblador el que reconoce en la acción colectiva una forma natural de organización, un conjunto de recursos para la vida diaria y las proyecciones afectivas, una necesidad para el poblador, pero un placer para el ciudadano. Y ello no representa ningún cambio de conversación al que se enfrenten los liberales-progre, sino simplemente es una expresión de que el pensamiento liberal está tan lleno de contradicciones de que necesitará mucha defensa corporativa si quiere mantener la hegemonía cultural que hoy ostenta, al menos en nuestro país.

(Publicado en http://www.elquintopoder.cl/fdd/web/politica/opinion/-/blogs/el-placer-versus-la-necesidad-y-el-cambio-de-conversacion)

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